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El niño que pega

Una de las conductas que más preocupan a los padres es que su hijo pegue. Suele aparecer a partir del año y si actuamos bien puede aprender que no es bueno.

Conforme el niño crece, va adquiriendo la capacidad de hacer cada vez más cosas. Algunas las consideramos positivas, pero otras no tanto. Vamos a hablar de los niños que empiezan a pegar y cómo actuar durante los primeros años parar reducir esa conducta.

Que un niño pegue es algo muy mal visto. La progresión de la sociedad se ha basado entre otras cosas en la contención de la agresividad.

Pero es normal que todos los niños lo hagan. En realidad no es sino la evidencia de que ya tiene la capacidad de hacer daño. Lo importante en los primeros momentos es entender que cuando pega por primera vez no sabe en realidad lo que está haciendo. No usa su fuerza con intención de dañar. En la mayoría de los casos, la primera torta que cualquier padre se ha llevado aparece porque el niño se emociona mientras juega con nosotros o porque ha agitado la mano para «defenderse» de nosotros durante un juego y lo ha hecho con «puntería». En esas ocasiones la postura más lógica es no darle importancia.

Pero poco a poco sí que empieza a hacerse consciente de que esa acción hace daño. Y en algunos casos empieza a hacerse cada vez más frecuente.

Parte de las funciones de la educación es el hecho de modular las capacidades que el niño adquiere en su desarrollo. Y si lo entendemos desde una visión respetuosa, lo que buscamos es fundamentalmente el bien futuro del niño.

En este caso concreto, si el niño no entiende que pegar no es una conducta adecuada, tendrá problemas serios en el futuro, porque la sociedad no admite la agresividad como medio para conseguir las cosas, ni como expresión aceptable.

En educación hay que entender algunas claves:

  1. Los resultados no son nunca inmediatos. Educar es un proceso, diferente en cada niño en cuanto a su duración y en la forma en la que se pueden conseguir resultados. Seguro que vamos a llevarnos muchos tortazos, bocados o arañazos antes de que nuestro hijo entienda que no debe hacerlo.
  2. En el fondo una de las cosas que buscamos es que el niño aprenda a convivir con otros en el futuro. Debemos pensar cómo actúa la sociedad frente a una conducta negativa para saber cómo le resultará más fácil al niño entender la reacción de los demás en el futuro. Y dentro de un ambiente más comprensivo y cariñoso del que encontrará después enseñarle cuál es el resultado de su conducta. Debemos escoger el mensaje que queremos transmitir.

Cuando hablamos de niños que pegan, hay quien reacciona con la idea de «el niño va a entender que puestos a pegar yo lo hago más fuerte». El problema es que el mensaje que comunicamos al niño es que la agresividad es una forma válida de imponer cosas a los demás y de conseguir objetivos. Mientras sean los padres los más fuertes tal vez eso funcione, pero ¿qué pasará el día que nuestro hijo sea más fuerte que nosotros?

Además, aunque pensemos sólo a corto plazo, conseguiremos «contener» al niño ¿a qué coste? Haciendo que nos tema en lugar de querernos y respetarnos.

Recurrir a la violencia como herramienta educativa no es sino un fracaso de nuestra capacidad como padres de lograr un objetivo sin perder el afecto y el respeto de nuestro hijo.

Hay soluciones mejores sin duda.

Yo la que os propongo es la siguiente:

Si estás jugando con tu hijo y de repente te pega, muerde, escupe, grita o agrede de cualquier otro modo, levántate y aléjate de él. Y pon cara de pena. Hay que ser algo teatrales. La reacción habitual de la mayoría de los niños pequeños ante esto es de sorpresa. Y a los pocos segundos acude a buscarte para que vuelvas a jugar con él y extrañado de que te hayas marchado.

Es en ese momento cuando debes explicarle que te ha hecho daño, que eso no te gusta y que volverás a jugar con él, pero si vuelve a hacerte daño no jugarás y te marcharás de nuevo.

Esa misma conducta hay que repetirla cada vez que el niños nos agreda.

¿Cuál es el mensaje que le transmitimos? «Si haces daño a las personas que quieres, se alejan de ti.» Esto es lo que pasa en la realidad. El agresivo acaba sólo, en una cárcel o fuera de ella, pero los que lo quieren acaban abandonándolo uno tras otro.

Además logramos algo importante y es que el niño desarrolle la empatía: la capacidad de ponerse en el lugar de los demás y entender sus sentimientos, identificándose con ellos. La mayoría de las personas agresivas lo son porque carecen de empatía.

Si actuamos así, conseguimos que el niño nos respete, porque le queremos, nos quiere y entiende que si nos hace daño nos sentimos mal. Y si el afecto preside nuestra relación no querrá hacernos sentir mal.